jueves, 22 de mayo de 2014

EL CIPRES DEL CEMENTERIO




Los cipreses de Gironella “creían en Dios”, el del cementerio de La Nava de Santiago, en el hombre. Creía ciegamente, hasta más allá de donde le es permitido a árboles y a hombres, hasta ese lugar donde cruza la luminosa vida el negro umbral de la muerte.
Llegó al cementerio niño para velar a un primogénito difunto, y de la mano de esa infinita pena se fue elevando grave sobre tumbas, cruces y tapias. Sobre ellas despuntó febril la daga gigante de su verde sombra. Testimoniando en ello lo mucho que somos y la nada en que nos tornamos llegada la hora en que se silencia del corazón el galope, de la sangre el eco y de la boca el aliento.
A su alrededor, el secano, tambor que mejor prueba el acero del hombre, anhelaba con sana envidia su rabioso verdor y con sentida reverencia la serenidad de su estampa. Lo admiraba a lo lejos la noble encina en el redondel de su abundancia. Lo imaginaba de su tamaño el olivo en el alto filosofar de su vuelo rasante. Lo anidaban confiados gorriones y melancólicos estorninos. Lo peinaban con ternura golondrinas y vencejos. Y le saludábamos silenciosos los dolientes visitadores en ese ir y venir de la soledad de la ausencia al dolor de la irreparable pérdida.
No obstante, los días en los cementerios no tienen márgenes, fundidos con las noches juegan, como las tumbas, a las luces y las sombras. Mitad presencia mitad ausencia se trastornan las horas y enloquecen los calendarios. En la vorágine de esa enajenación fue donde comenzó el árbol a perder en razón lo que ganaba en corazón.  Dicen unos que se le oía al ocaso hablarles a voces a los difuntos, en esa algarabía inteligible con que lo hacen los espíritus atormentados. Afirmaban lo más descreídos que eran solo pájaros buscando asiento para pasar la noche. Coinciden todos, eso sí, en lo alborotado de su conversar, en su rugir desarreglado, en lo confuso y sordo de su lamento. Sostienen otros que se empecino en abrazar con sus raíces a los durmientes, que imagino quizá poder despertarlos para alzarlos con él y como él en la única resurrección posible, la de la savia. Lo cierto es que enloqueció el ciprés apesadumbrado  de soledades y tañer triste de campanas llamando a duelo. De duelos llamando a gritos a un pueblo a dolerse siempre como si fuese por vez primera, por el alma de una madre, un padre, un hijo un amigo o un vecino. Bendita inocencia que nos lleva a creer que lo que el dolor nos quita el dolor nos lo ha de devolver. Bondadosa estirpe de fronda de ciprés los naveños, que a su sombra se despiden empeñados como él en despertar en un abrazo de poderoso aliento a sus muertos.
No lo arrancaron, ni talaron, ni echaron, lo apartaron, solo eso, envuelto en esa esencial ternura con la que se aleja en los duros días de sepelio, a ese ser al que se le quiebra de dolor la garganta, se le derrumba en las piernas el ánimo y el corazón le vuela a la boca. Sí, se lo llevaron lejos para aliviarlo de ese acervo dolor, para ponerlo a resguardo de esa desvarió suyo de querer devolverle en justicia a la vida lo que tan injustamente le debemos a la muerte.
Descanse en paz él y su sombra, esa que puebla nuestra memoria y la de aquellos a los que velo en su postrero sueño.
La Nava de Santiago 2.02.14

José Alfonso Romero P.Seguín