Los cipreses de Gironella “creían en Dios”, el del cementerio
de La Nava de Santiago, en el hombre. Creía ciegamente, hasta más allá de donde
le es permitido a árboles y a hombres, hasta ese lugar donde cruza la luminosa vida
el negro umbral de la muerte.
Llegó al cementerio niño para velar a un primogénito difunto,
y de la mano de esa infinita pena se fue elevando grave sobre tumbas, cruces y
tapias. Sobre ellas despuntó febril la daga gigante de su verde sombra. Testimoniando
en ello lo mucho que somos y la nada en que nos tornamos llegada la hora en que
se silencia del corazón el galope, de la sangre el eco y de la boca el aliento.
A su alrededor, el secano, tambor que mejor prueba el acero
del hombre, anhelaba con sana envidia su rabioso verdor y con sentida
reverencia la serenidad de su estampa. Lo admiraba a lo lejos la noble encina
en el redondel de su abundancia. Lo imaginaba de su tamaño el olivo en el alto filosofar
de su vuelo rasante. Lo anidaban confiados gorriones y melancólicos estorninos.
Lo peinaban con ternura golondrinas y vencejos. Y le saludábamos silenciosos los
dolientes visitadores en ese ir y venir de la soledad de la ausencia al dolor
de la irreparable pérdida.
No obstante, los días en los cementerios no tienen márgenes,
fundidos con las noches juegan, como las tumbas, a las luces y las sombras.
Mitad presencia mitad ausencia se trastornan las horas y enloquecen los
calendarios. En la vorágine de esa enajenación fue donde comenzó el árbol a
perder en razón lo que ganaba en corazón. Dicen unos que se le oía al ocaso hablarles a
voces a los difuntos, en esa algarabía inteligible con que lo hacen los
espíritus atormentados. Afirmaban lo más descreídos que eran solo pájaros
buscando asiento para pasar la noche. Coinciden todos, eso sí, en lo alborotado
de su conversar, en su rugir desarreglado, en lo confuso y sordo de su lamento.
Sostienen otros que se empecino en abrazar con sus raíces a los durmientes, que
imagino quizá poder despertarlos para alzarlos con él y como él en la única
resurrección posible, la de la savia. Lo cierto es que enloqueció el ciprés
apesadumbrado de soledades y tañer
triste de campanas llamando a duelo. De duelos llamando a gritos a un pueblo a
dolerse siempre como si fuese por vez primera, por el alma de una madre, un
padre, un hijo un amigo o un vecino. Bendita inocencia que nos lleva a creer
que lo que el dolor nos quita el dolor nos lo ha de devolver. Bondadosa estirpe
de fronda de ciprés los naveños, que a su sombra se despiden empeñados como él
en despertar en un abrazo de poderoso aliento a sus muertos.
No lo arrancaron, ni talaron, ni echaron, lo apartaron, solo
eso, envuelto en esa esencial ternura con la que se aleja en los duros días de
sepelio, a ese ser al que se le quiebra de dolor la garganta, se le derrumba en
las piernas el ánimo y el corazón le vuela a la boca. Sí, se lo llevaron lejos
para aliviarlo de ese acervo dolor, para ponerlo a resguardo de esa desvarió
suyo de querer devolverle en justicia a la vida lo que tan injustamente le debemos
a la muerte.
Descanse en paz él y su sombra, esa que puebla nuestra
memoria y la de aquellos a los que velo en su postrero sueño.
La Nava de Santiago 2.02.14
José Alfonso Romero P.Seguín