miércoles, 9 de julio de 2014

YO SIN HORIZONTES






Me alejo,
lo presiento,
no es fuga,
 no es tampoco búsqueda,
es mero ensimismamiento estético.

Por unos instantes
no estoy en ningún lugar concreto,
nada de lo que vislumbro me es conocido
aunque si fácilmente
descriptible:

Es una extensión brumosa la que me rodea,
de un gris brutal en su exasperante neutralidad,
que perdida en la magia de su indefinible esencia
me aleja del cotidiano laberinto de horizontes
que ajenos a mí voluntad me acechan.

Pero curiosamente no me siento
en esa inquietante ingravidez,
ni solo, ni perdido,
pues en algo indescifrable
me reconozco pleno.

Siento eso sí,
cierta desazón,
a la que, sin duda, impele
el acto de imaginar.

Mas no tardo en ver emerger de las aceradas entrañas
de esa gris noche que me cerca,
y en vueltos en la lánguida prestancia de su leve presencia,
las nítidas sombra de sus borrosas figuras,
 las de ellos, los guerreros tristes.

 ¡Míralos!, ¡ahí están!,
me grito en silencio,
y silenciado me oigo,
y oigo también el grave silencio
de sus acallados gritos.

Gritan sin eco los guerreros
en la orilla desierta
del lago sin nombre ni ubicación precisa,
y del que solo alcanzo a ver
la gris quietud de sus afligidas aguas.

También  la huella de desolación
que delimita la  grosera
y pisoteada margen  de barro de sus orillas,
manchado de hojas, tiempo ha putrefactas,
y del que sobresalen puntiagudas
 y desafiantes fragmentos de ramas,
que como dolientes dedos
de almas condenadas
sufren el ostracismo de la derrota.

 La amarga derrota que produce
 el siniestro hastío
de la reiterada victoria.

Una orilla a la que el agua llega exhausta,
como sin ganas,
y por la que ahora cabalgan
los mustios jinetes de una apocalipsis
terriblemente sombría e incompleta.

Sus gritos de guerra
 son lamentos melancólicamente acallados
por la hermosa insania
de lo onírico.

Sus cabezas caen como flores tronchadas
sobre sus sombríos pechos,
a los que una luna de infinita ternura
envuelve en petos
de reluciente plata.

Dónde van esos mil hombres
 sin estandarte,
 ni fortuna,
van a la muerte, lo sé,
pero por qué esa terca premura.

Podrían acampar, encender resplandecientes hogueras,
asar carne de animales salvajes recién cazados,
beber su tibia sangre mezclada con vino añejo,
fornicar con seductoras hembras
 y danzar enloquecidos de gozo.

Pero no esa la voluntad de su enflaquecido ánimo
sino la de hacerlos cabalgar día y noche,
 noche y día
sobre sus tordos caballos, de sucio y sudoroso pelaje,
avanzando bajo la égida del desconsuelo
para consuelo de los desconsolados soñadores.

¿Habrá por donde pasen pueblos y hombres capaces
del brutal esfuerzo de erguirse
 a saludar su llegada?
¿O transitaran siempre por parajes agrestes y apartados,
rehuyendo las miradas y los caminos?

No lo sé, el misterio no está en mi cabeza,
quizá en ninguna, y sea su aciago destino
un eterno y errático tránsito
a través de los imprecisos
rumbos de los sueños.

La suerte está echada gritan los que van a la cabeza,
y su voz solo se hace eco
 en la sombra de los que los siguen,
como si unos y otros en vez de hombres fuesen
farallones de escarpadas riberas.

No hallan descanso en su alma atormentada,
ni morada en su pecho,
ni sosiego en su voluntad maltratada,
tampoco esperanza en su ánimo,
son guerreros, antes, en otro tiempo, fueron hombres,
pero ese tiempo es ya tan viejo en su aliento
que no guardan de él memoria.

Se recuerdan siempre así, cabalgando en pos de la guerra,
como lo hace el olvido tras el inconsecuente
horizonte de la memoria,
y no hallan jamás reposo
pues jamás serán capaces de darse tregua.

Los veo alejarse
colina arriba,
leñosos  e indiferentes
como los desmemoriados
árboles del olvido.

Y busco seguir oyéndolos
en la vana esperanza
de descifrar el elocuente
dialogar de los cascos
de sus caballos.

Y también
el hermético significado
 de las sombras sin cascabeles
 de sus cimbreantes
torsos.

¿Serán acaso fantasmales miasmas
 de acervos temores?,
¿o solo el feroz presagio
de dogmáticas
certezas?

Por fin se han ido,
y me descubro
en un tiempo ajeno a su estirpe,
navegando solo por la pantalla de un ordenador
que nada sabe del caminar triste
de los jinetes de la muerte.

Ni de la muerte lenta de los poetas que nacen
sentados
a las sombras de sus sueños,
 y mueren soñando
postrados a las sombras de sus pesadillas.

No soy un profeta, solo un soñador desnudo,
que ajeno a la realidad que se nos vende,
busca en los latidos del subconsciente
 la realidad que nos precede y define
 en todas las estaciones del tiempo.

Pude, después de venir de vagar por calles
 llenas de gentes y coches:
imaginar ríos de desafectos y falsas atenciones,
huracanados vientos de ruidosas chapas,
feroces rugidos de motores e inconstantes luces de colores.

Pero la asolada orilla del lago y los tristes jinetes
que por ella cabalgan, me cautivo,
y me llevó a escribir este poema
que vale una imagen e imagina lo que vale,
a la hora de despertar de lo que somos para ser lo que toca.

¡Volved!, les grito,
en un rasgo de desesperación que no sé si lo es
 o es solo un simple anhelo, pero nadie me responde,
ya no estoy en ese tiempo ni en esa enigmática región,
vuelvo a ser yo, solo yo, bajo un cielo de infinitos horizontes.