Me alejo,
lo presiento,
no es fuga,
no es tampoco búsqueda,
es mero ensimismamiento
estético.
Por unos instantes
no estoy en ningún lugar
concreto,
nada de lo que vislumbro me
es conocido
aunque si fácilmente
descriptible:
Es una extensión brumosa la
que me rodea,
de un gris brutal en su
exasperante neutralidad,
que perdida en la magia de su
indefinible esencia
me aleja del cotidiano
laberinto de horizontes
que ajenos a mí voluntad me
acechan.
Pero curiosamente no me
siento
en esa inquietante
ingravidez,
ni solo, ni perdido,
pues en algo indescifrable
me reconozco pleno.
Siento eso sí,
cierta desazón,
a la que, sin duda, impele
el acto de imaginar.
Mas no tardo en ver emerger
de las aceradas entrañas
de esa gris noche que me
cerca,
y en vueltos en la lánguida
prestancia de su leve presencia,
las nítidas sombra de sus
borrosas figuras,
las de ellos, los guerreros tristes.
¡Míralos!, ¡ahí están!,
me grito en silencio,
y silenciado me oigo,
y oigo también el grave silencio
de sus acallados gritos.
Gritan sin eco los guerreros
en la orilla desierta
del lago sin nombre ni
ubicación precisa,
y del que solo alcanzo a ver
la gris quietud de sus afligidas
aguas.
También la huella de desolación
que delimita la grosera
y pisoteada margen de barro de sus orillas,
manchado de hojas, tiempo ha
putrefactas,
y del que sobresalen
puntiagudas
y desafiantes fragmentos de ramas,
que como dolientes dedos
de almas condenadas
sufren el ostracismo de la
derrota.
La amarga derrota que produce
el siniestro hastío
de la reiterada victoria.
Una orilla a la que el agua
llega exhausta,
como sin ganas,
y por la que ahora cabalgan
los mustios jinetes de una
apocalipsis
terriblemente sombría e
incompleta.
Sus gritos de guerra
son lamentos melancólicamente acallados
por la hermosa insania
de lo onírico.
Sus cabezas caen como flores
tronchadas
sobre sus sombríos pechos,
a los que una luna de
infinita ternura
envuelve en petos
de reluciente plata.
Dónde van esos mil hombres
sin estandarte,
ni fortuna,
van a la muerte, lo sé,
pero por qué esa terca
premura.
Podrían acampar, encender
resplandecientes hogueras,
asar carne de animales
salvajes recién cazados,
beber su tibia sangre
mezclada con vino añejo,
fornicar con seductoras hembras
y danzar enloquecidos de gozo.
Pero no esa la voluntad de su
enflaquecido ánimo
sino la de hacerlos cabalgar día
y noche,
noche y día
sobre sus tordos caballos, de
sucio y sudoroso pelaje,
avanzando bajo la égida del
desconsuelo
para consuelo de los
desconsolados soñadores.
¿Habrá por donde pasen
pueblos y hombres capaces
del brutal esfuerzo de
erguirse
a saludar su llegada?
¿O transitaran siempre por
parajes agrestes y apartados,
rehuyendo las miradas y los
caminos?
No lo sé, el misterio no está
en mi cabeza,
quizá en ninguna, y sea su
aciago destino
un eterno y errático tránsito
a través de los imprecisos
rumbos de los sueños.
La suerte está echada gritan
los que van a la cabeza,
y su voz solo se hace eco
en la sombra de los que los siguen,
como si unos y otros en vez
de hombres fuesen
farallones de escarpadas
riberas.
No hallan descanso en su alma
atormentada,
ni morada en su pecho,
ni sosiego en su voluntad
maltratada,
tampoco esperanza en su
ánimo,
son guerreros, antes, en otro
tiempo, fueron hombres,
pero ese tiempo es ya tan
viejo en su aliento
que no guardan de él memoria.
Se recuerdan siempre así,
cabalgando en pos de la guerra,
como lo hace el olvido tras
el inconsecuente
horizonte de la memoria,
y no hallan jamás reposo
pues jamás serán capaces de
darse tregua.
Los veo alejarse
colina arriba,
leñosos e indiferentes
como los desmemoriados
árboles del olvido.
Y busco seguir oyéndolos
en la vana esperanza
de descifrar el elocuente
dialogar de los cascos
de sus caballos.
Y también
el hermético significado
de las sombras sin cascabeles
de sus cimbreantes
torsos.
¿Serán acaso fantasmales
miasmas
de acervos temores?,
¿o solo el feroz presagio
de dogmáticas
certezas?
Por fin se han ido,
y me descubro
en un tiempo ajeno a su
estirpe,
navegando solo por la
pantalla de un ordenador
que nada sabe del caminar
triste
de los jinetes de la muerte.
Ni de la muerte lenta de los
poetas que nacen
sentados
a las sombras de sus sueños,
y mueren soñando
postrados a las sombras de
sus pesadillas.
No soy un profeta, solo un
soñador desnudo,
que ajeno a la realidad que
se nos vende,
busca en los latidos del
subconsciente
la realidad que nos precede y define
en todas las estaciones del tiempo.
Pude, después de venir de
vagar por calles
llenas de gentes y coches:
imaginar ríos de desafectos y
falsas atenciones,
huracanados vientos de
ruidosas chapas,
feroces rugidos de motores e
inconstantes luces de colores.
Pero la asolada orilla del
lago y los tristes jinetes
que por ella cabalgan, me
cautivo,
y me llevó a escribir este
poema
que vale una imagen e imagina
lo que vale,
a la hora de despertar de lo
que somos para ser lo que toca.
¡Volved!, les grito,
en un rasgo de desesperación
que no sé si lo es
o es solo un simple anhelo, pero nadie me
responde,
ya no estoy en ese tiempo ni
en esa enigmática región,
vuelvo a ser yo, solo yo,
bajo un cielo de infinitos horizontes.
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